Aparece en España bajo el sello de Valparaíso Ediciones El tigre en la casa de Eduardo Lizalde, aquí mi prólogo a este clásico de la lengua española actual:
Eduardo
Lizalde y la poesía del resentimiento
Cuando leemos un poema estamos leyendo toda la poesía
universal, este trabajo en colaboración, implica al idioma y a la experiencia vital
del hombre sobre la tierra. Cuando leemos a un poeta, leemos también a aquellos
otros que dieron testimonio de su vida y aún más, los poemas que aún no han
sido escritos por autores que aún no nacen. En la poesía de Eduardo Lizalde
encontramos rasgos inequívocos de la obra del poeta mexicano Ramón López
Velarde, esta influencia ha sido analizada y comentada por la crítica a partir
de la publicación de El tigre en la casa
y confirmada en Caza Mayor, La zorra
enferma y otros libros. La figura del
tigre se ha dicho, le ha llegado a Borges por William Blake y a Lizalde por Rubén
Darío, esto puede ser cierto, de Jorge Luis Borges sabemos su gusto por el
trocaico tigre que “en las selvas de la noche es un brillo ardiente” y en
Lizalde recordamos su diálogo con Darío en “las fieras se acarician, Rubén, /
bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al poema Estival, sin embargo, nosotros creemos
que es del texto Obra maestra de
Ramón López Velarde, que viene su final filiación. Vicente Quirarte ha apuntado
a principios de la década de los noventas: “El tigre es el gran mendigo
cósmico, el solterón lopezvelardeano, el de la inaudita belleza que atrae y que
repugna” y en otro momento Ramón Xirau se refiere así a El tigre en la casa: “Nace, ahora cercana a López Velarde
—nuevamente punto de partida— “la amada”, pero surge en el “resentimiento” —¿se
trata de un re-sentimiento, un nuevo sentir?”. Sí, nos parece que se trata de
un nuevo sentir, pensamos que la poesía de Eduardo Lizalde ha renovado el
discurso amoroso en la poesía española contemporánea, ha logrado inyectarle esa
fiereza que viene de Obra maestra,
esa desesperación que en el vértigo se abisma, ese girar sobre el signo del
infinito. Desesperado, furioso, colérico, conocedor de la potencia que la
naturaleza ha dispuesto en su semilla, pero al mismo tiempo excedido por no
lograr la perfección, la indigencia espiritual que en racimos de ira, de odio
en peso, en vilo, lacera las paredes del alma, injerta garras de amargo y
dorado odio. Ya la perra enorme ha dado al dogo fiel, vástagos de puerca en El tigre en la casa, en Caza Mayor la tigra destruirá a la
camada y compartirá, con el tigre real, el amo, el sol, el solo, el soltero las
tiernas carnes del filicidio. En López Velarde leemos “El tigre medirá un
metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto
de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan
maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes,
sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de
la soledad”. He aquí retratada la fiereza del tigre de Eduardo Lizalde, su
descarnada furia, que destruye porque la piedad no es un atributo de la
belleza, aquí su maquinal fatalidad, su engrasada maquinaria de odio y de
placer rencoroso, aquí el retrato del tigre-soltero: “El tigre en celo, es como
un pozo de semen, como un brazo de río; más de cincuenta veces en un día,
copula y se descarga largamente en la hembra, como un cielo extendido en
éxtasis perpetuo, una tormenta de erecciones.”
Un poeta romántico mexicano casi
desconocido para las nuevas generaciones, un autor digamos de culto, es quizá,
una de las fuentes del lenguaje injuriante en la poesía mexicana. Muchos poetas
nuestros han establecido una suerte de diálogo con la obra de Antonio Plaza, pero será sin duda, el poeta Eduardo Lizalde quien
mejor reflejará esta influencia literaria, su libro El tigre en la casa, conserva rasgos definitivos de la escritura de
A una ramera, el tema de la amada
como el ser más vil y vicioso: en Plaza, la ramera, en Lizalde, la perra: “La
perra más inmunda /Es noble lirio junto a ella / Se vendería por cinco tlacos a
un caimán / Es prostituta vil, artera zorra / Y ya tenía podrida el alma a los
cuatro años. / Pero su peor defecto es otro: / Soy para ella el último de los
hombres.”
Mientras que en
Antonio Plaza reconocemos la devoción del amor por un ser manchado en el
desprecio social, en Eduardo Lizalde esta visión se ha modernizado, incide en
el destino de un hombre que ha tenido que sutilizar su amorosa entrega a
alguien por quien él mismo siente ese desprecio: “¡Ámame tú también! seré tu
esclavo, / tu pobre perro que doquier te siga. / Seré feliz si con mi sangre
lavo / tu huella, aunque al seguirte me persiga / ridículo y deshonra; al cabo,
al cabo, / nada me importa lo que el mundo diga. / Nada me importa tu manchada
historia / si a través de tus ojos veo la gloria.”
En sus poemas
“Lamentación por una perra” y “La ciudad ha perdido su Beatriz”, Eduardo
Lizalde consigue ir más allá en el uso violento del lenguaje con expresiones
que causan pasmo en el sorprendido lector: “También la pobre puta sueña. / La
más infame y sucia / y rota y necia y torpe, / hinchada, renga y sorda puta, /
sueña.” Con expresiones de amargo y ácido desencanto va colocando el repertorio
de injurias “despreciable perra”, “cloaca ambulante” “perra innoble” “perra sin
límites” “perra impune” y aún las prostitutas al lado de esa “perra” se ven
como decentes señoritas: “¡Grandes hetairas, / qué pequeñas sois junto a ella!
/ qué despreciables, / qué puras.” En tanto que Antonio Plaza se logra una
mezcla agridulce de injurias y devoción enferma evidenciado en el uso del
contraste, tal como en Petrarca reconocemos el tema de los contrarios en el
amor con su Pace non trovo…, donde a
cada proposición positiva en el discurso se alterna una proposición negativa en
sus valores más eminentemente morales: “Mujer preciosa para el bien nacida, /
Mujer preciosa por mi mal hallada, / Perla del solio del Señor caída / Y en
albañal inmundo sepultada; / Cándida rosa en el Edén crecida / Y por manos
infames deshojada; / Cisne de cuello alabastrino y blando / En indecente
bacanal cantando.”
Una de las
figuras plásticas más impresionantes en la obra de Eduardo Lizalde, es la de la
mutilación y el desgarramiento, en el poema 3,
del Retrato hablado de la fiera,
dice: “que el amor era una fiera lentísima: / mordía con sus colmillos de
azúcar/ y endulzaba el muñón al desprender el brazo”, y en el poema Bellísima de La zorra enferma afirma: “Si fuera usted un poco menos bella / si
tuviera un defecto en algún sitio / un dedo mutilado y evidente.” Y más
adelante insiste: “Y desespera comprender / que aun la mutilación la haría más
bella/ como a ciertas estatuas.” La referencia mexicana a este uso poético
donde se unen belleza y mutilación la podemos encontrar en un hermoso poema, Delicta Carnis de Amado Nervo, donde el
poeta nayarita se duele en oración por su alma que se pierde entre los
tormentos de la pasión carnal, rechaza a la Afrodita impura para alcanzar el
sosiego de los justos, pero en sueños temibles, la Venus de Milo lo persigue y
desea: “Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo, / y en mis noches,
pobladas de febriles quimeras, / me persigue la imagen de la Venus de Milo, /
con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo / y las combas triunfales de
sus amplias caderas.”
Cuando leemos un poema, leemos también
de nuevo al hombre en su simpleza, en la modesta convencionalidad no heroica de
sus ínfimos actos, leemos en ese verso la misma pulsión que gobernó el latido del
aeda, y leemos al poeta futuro, aquel que volverá a cantar con nuevos acentos
las melodías antiguas. Cuando nos acercamos a la obra de un poeta verdadero,
como Eduardo Lizalde, nos acercamos a la historia del alma humana.
Mario
Bojórquez
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