Con enorme gusto recibimos la noticia de que nuestro querido poeta brasileiro don Lêdo Ivo, obtuvo el premio Casa de las Américas; vaya desde acá, un fuerte abrazo y nuestra felicitación. Hace unos días dedicamos a su obra un homenaje en la revista literaria Definitivamente Jueves, donde incluimos algunas versiones de sus poemas, entre ellos, Os pobres na estação rodoviária, y que el lector curioso puede consultar en:
http://circulodepoesia.com/blog/
dejamos aquí una parte de esa muestra:
Justificación del poeta
Padre, mis pensamientos no caben en tu sala con piano tranquilo al lado y oscuras
sillas vacías cerca de la ventana
mis inquietos pensamientos no caben en la salita con flores muriendo en los jarrones y
paisajes sonriendo en las molduras
deja que ellos se muevan más allá de las cortinas azules y caminen mucho más allá de las
ventanas abiertas
deja que se mezclen con el calmo resplandor de la luna
no te preocupes si los demás se espantan con tu hijo de ojos vivos y cabellos siempre
desaliñados
no te preocupes si recito poemas cuando la noche cae
el tiempo no existe en el alma del poeta
todo es universal y abarca todos los tiempos
los poetas, papá, son los corazones del mundo
son las manos de Dios escribiendo los poemas del mundo inseguro
no importa, papá, que digan que estoy loco
que lloro recargado en los puentes y me conmuevo en los teatros
que pregunto por la oscura Adriana cuando la madrugada baja
en silencio
en silencio
los poetas son los pianos del mundo
sólo ellos permanecerán inalterables delante de las musas y de Dios
sólo ellos tendrán la noción de la agonía del mundo
ayer un niño español fue despedazado por una bomba
mañana se encontrarán poemas en el bolsillo del suicida soñador
mientras tanto las grúas trabajan incansablemente día y noche
y los obreros fatigan sus brazos y sus piernas
ninguna oscilación habrá en la Poesía
ella quedará en equilibrio porque los ritmos la amparan
y Adriana no se prostituye.
Soy una elección. Soy una revolución.
Los murciélagos
Los murciélagos se esconden entre las cornisas
de la aduana. Pero ¿dónde se esconden los hombres,
que, a pesar de todo, vuelan la vida entera en lo oscuro,
golpeándose contra las paredes blancas del amor?
La casa de mi padre estaba llena de murciélagos
colgantes, como lamparillas, de las viejas viguetas
que sostenían el tejado amenazado por las lluvias.
“Estos hijos chupan nuestra sangre” suspiraba mi padre.
¿Qué hombre tirará la primera piedra sobre este mamífero
que, como él, se nutre de la sangre de otros animales
(¡hermano mío! ¡mi hermano!) y, comunitario, exige
el sudor del semejante aún en la oscuridad?
En el halo de un seno joven como la noche
se esconde el hombre; en el relleno de su almohada, en la luz del farol
el hombre guarda las monedas doradas de su amor.
Pero el murciélago, durmiendo como un péndulo, sólo guarda el día ofendido.
Al morir, nuestro padre nos dejó (a mí y a mis ocho hermanos)
su casa donde en la noche llovía por las tejas quebradas.
Cancelamos la hipoteca y conservamos los murciélagos.
Y entre nuestras paredes ellos se debaten: ciegos como nosotros.
La muerte de Elpenor
Los burdeles de Maceió iluminan mi adolescencia.
Considero uno de los mayores privilegios de mi vida haber sido admitido en ellos a una edad juvenil. Era por las tardes que yo los frecuentaba, y llegaba casi siempre en el instante en que las putas, recién salidas del baño, se recargaban castamente en las verandas delante del mar y contemplaban los navíos. Al olor del jazmín evaporado de sus cuerpos morenos se mezclaba el de la marejada embriagadora.
En uno de esos prostíbulos, situados en el piso superior con viejos balcones que también abrigaban almacenes de azúcar y bodegas de fondos oscurecidos, ocurrió la muerte de un marinero, un tal Elpenor.
Contrario a lo que dice Homero, Elpenor no cayó del techo del palacio de Circe. Completamente borracho, rodó por la escalera del burdel de Maceió y se quebró el cuello. Su alma bajó al Hades.
Ese lamentable accidente me privó, aquella tarde, del placer habitual de respirar, junto a las putas de mi pueblo, el olor de jazmín que se enlazaba, como un dulce y largo coito regido por el bochorno, a todos los perfumes del Océano.
Los burdeles de Maceió iluminan mi adolescencia.
Considero uno de los mayores privilegios de mi vida haber sido admitido en ellos a una edad juvenil. Era por las tardes que yo los frecuentaba, y llegaba casi siempre en el instante en que las putas, recién salidas del baño, se recargaban castamente en las verandas delante del mar y contemplaban los navíos. Al olor del jazmín evaporado de sus cuerpos morenos se mezclaba el de la marejada embriagadora.
En uno de esos prostíbulos, situados en el piso superior con viejos balcones que también abrigaban almacenes de azúcar y bodegas de fondos oscurecidos, ocurrió la muerte de un marinero, un tal Elpenor.
Contrario a lo que dice Homero, Elpenor no cayó del techo del palacio de Circe. Completamente borracho, rodó por la escalera del burdel de Maceió y se quebró el cuello. Su alma bajó al Hades.
Ese lamentable accidente me privó, aquella tarde, del placer habitual de respirar, junto a las putas de mi pueblo, el olor de jazmín que se enlazaba, como un dulce y largo coito regido por el bochorno, a todos los perfumes del Océano.
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