Sunday, August 17, 2008

Solisón de Álvaro Solís


Elogio de Álvaro Solís

Álvaro Solís es un poeta por naturaleza, es decir, ha nacido poeta; y aunque a la pregunta ¿un poeta nace o se hace?, ya don Augusto Monterroso ha respondido que él nunca conoció a alguno que no hubiera nacido, nosotros afirmamos que el poeta Álvaro Solís ha nacido como uno de ellos. ¿Qué quiere decir todo esto? Que Álvaro Solís reúne en humanidad, palabras y actos, lo que los antiguos han llamado el estro poético. Su expresión artística, digo yo, no es un asunto de progresión o avance en el práctica de ciertos ejercicios retóricos, o el menor o mayor conocimiento acerca del arte poética, sino más propiamente se trata de una complexión espiritual, una tesitura del alma que es capaz de alcanzar las notas más elevadas del sentimiento humano. Si el verdadero poeta nace ¿es necesaria, pues, la educación poética? Sí, desde luego, pero no solamente ésta compone el sumum de su grado eminente, en Álvaro sabemos que la arquitectura le ha dado la noción de equilibrio, la perfección técnica que debe alcanzar una edificación concreta y real, tan real como la de un edificio verbal, como lo es el poema; y que más allá la filosofía le ha permitido crecer en profundidad reconociendo, como quería el Estagirita, las causas primeras de las cosas y los últimos efectos de los actos. Me refiero a aquello que muchas ocasiones en la historia de la poesía ha quedado registrado, pienso en Hesíodo labrando la tierra, sobrecogido por una ansiedad desconocida, que después ha sido llamada inspiración; en Cadmo sobreponiéndose a su timidez para cantar en anglosajón su recordado himno, en Christopher Smart explicando la infinita grandeza de Dios en los ojos encendidos de su gato Jeoffry, en José Alfredo Jiménez que sin saberlo reproduce fielmente el sonido del decasílabo heroico del Himno Nacional Mexicano de Francisco González Bocanegra en esa canción popular “Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismo errores…”. Las musas, como sabemos por la mitología, son hijas de Zeus, cuya arma es el rayo, lo inesperado; su madre es la diosa Mnemósine, la memoria; necesitamos pues, para construir un alma eminentemente poética estos dos elementos: el rayo que como la inspiración es lo inesperado y la memoria que nos ayuda a fijar los acontecimientos tal cual ocurrieron a nuestros ojos. Con estos dones fue construida el alma de nuestro querido poeta tabasqueño, nació ya con ellos y lo único que ha hecho en estos años es refinar estas habilidades en el gusto predominante de la época, con una caja toráxica que remite a su pasado de cantante de ópera, ha producido un verso de largo aliento que hace temblar a delicadas muchachas en flor y bufar a viejos poetas de luengas barbas anquilosadas; los referentes inmediatos son, desde luego, el malogrado poeta Becerra, que alcanzó en su única publicación “Relación de los hechos”, la más perfecta combinación de sonoridades y emoción. No es Solís un poeta de luminosos destellos como Pellicer, ni un asertivo decantador de nimiedades teológicas como Gorostiza, debe entonces a Becerra todas aquellas lecciones que Octavio Paz trató de desterrar posteriormente en “Cómo retrasar la aparición de las hormigas”. “Solisón” al igual que un “pequeño César” recorre la “isla de los hombres solos” en la novela de José León Sánchez, con la noción de que no ha estirado el brazo suficientemente para realizar el gesto que significa decir adiós, recorre su isla, como en aquél la recorría el otoño y en esa palabra nos detendremos para hablar de otro de los grandes misterios de la poesía: La insularidad. Todo poeta se reconoce en su decir, sabe que el decir poético aborda lo que no puede nombrarse, que ahí reside su mérito, que al igual que la catacresis, como nos lo hizo ver don Alfonso Reyes, el ejercicio de la poesía se cumple al nombrar lo que no tiene nombre; será entonces el lenguaje de la poesía una isla que rodeada por el misterio trata de alcanzar el significado de las cosas, no es en vano que nuestro poeta haya elegido como atmósfera central de su primer poema la Isla de San Lucas en Costa Rica, que la sección central de su libro recuerde el verso de Gorostiza que nos hace saber que los hombres somos islas sitiadas en nuestra propia piel y que finalmente, el último verso del libro diga: “Toda ciudad es una isla desierta”. Creo que este es el tema de “Solisón”, la imposibilidad espiritual y física de sentirnos parte del continente de la multitud, reconocernos como una excepción en un océano de excepciones, visitar en los otros los archipiélagos del alma humana. La poesía mexicana en los años recientes ha sido permeada por un falseamiento de la afectividad, se busca de muchas maneras producir una elisión de las emociones, una elipsis afectiva que sustrae el elemento patético como si fuera una demostración de flaqueza estilística; contraria a nuestra tradición reciente, esa poética resume el gusto por la dificultad expresiva y por el uso de repeticiones en el plano de la isotopía del significante. Desde “Yo también soy un fantasma” y ahora con “Solisón”, Álvaro Solís ha sido llamado a renovar el insulso sonsonete en que se ha empantanado el español mexicano actual a través de su poesía aparentemente más moderna, ha venido a la tradición poética mexicana a recordarnos que es al hombre a quien le habla el poeta para compartir con él la maravilla de lo incomunicable.

Mario Bojórquez

Tuesday, August 05, 2008

La dulce algarabía del desastre por Jorge Fernández Granados

El deseo postergado, Mario Bojórquez, Lumen, México, 2007.

LA DULCE ALGARABÍA DEL DESASTRE

JORGE FERNÁNDEZ GRANADOS


No hay obra sin herida. Qué difícil entender esta correspondencia que parece cumplirse con estremecedora puntualidad en el arte. No hay expresión perdurable que no provenga, de una u otra manera, de cierto epicentro de agonía o de dificultad . El proceso creativo, a pesar de los insoslayables avances de la filosofía y de la psicología, sigue siendo, si no un inescudriñable misterio, por lo menos un fenómeno cuya complejidad es reticente a las reducciones de una metodología.
El deseo postergado, del poeta sinaloense Mario Bojórquez, el más reciente Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, es una obra que, en mi opinión, ratifica e ilumina esta condición de dificultad opositiva, esta resistencia que el artista debe vencer para encontrarse a sí mismo y, sobre todo, para hallar su definición mejor en el terreno expresivo –en vocablos de José Lezama Lima. La creatividad aquí en cierta forma es una fuerza curativa, un retorno al equilibrio entre el Eros y el Tánatos, es decir, un reequilibrio entre las potencias de la vida y las de la muerte, sin el cual posiblemente sólo la destrucción o la autodestrucción aguardarían al artista. La expresión como una forma de expiación, podría decirse. Quizá por ello las presencias capitales de este libro son contraposiciones: el amor que se convierte en odio, la ilusión que se convierte en decepción, el esplendor que se convierte en decadencia. En fin, la mirada melancólica llena de principio a fin este conjunto de poemas. El deseo postergado es, por tanto, un sereno lamento, una alta elegía.
En su primer libro (Pájaros sueltos, 1991) el entonces joven, pero ya muy seguro y culto poeta Mario Bojórquez, desde el tenor de su norte nos decía un par de versos tan llenos de presagios como estos: “Era mucho el dolor/para vivirlo a solas.”
Nadie diría qué tan ciertos o certeros eran aquellos versos para comprender hoy este deseo postergado, porque ya entonces los recursos poéticos que mezclaba en su paleta expresiva daban cuenta de un explorador avezado de las formas de la tradición, no menos que de un poeta provisto de un oído privilegiado. De ello han sido prueba elocuente sus libros subsiguientes, en especial Contradanza de pie y de barro.
Años después, uno de los poemas que pertenecen a su libro Diván de Mouraria (1999) anuncia el que será el tema y el título del libro que hoy nos ocupa. En efecto, allí se puede encontrar una “Gacela del deseo postergado”; pero más aún que el título, lo que evidencia el Diván... es la semilla en germinación. Allí queda clara, por lo menos para mí, la trayectoria de la fuerza que ascendía en la voz de este autor. Dice así, en la “Casida del odio”, también de ese libro, con una mezcla de fervor e impotencia: “Todos tenemos/ una partícula de odio/ y cuando el hierro arde en los flancos marcados/ y se siente el olor de la carne quemada/ hay un grito tan hondo, una máscara en fuego/ que incendia las palabras.”
Las pasiones humanas no son detestables defectos del carácter. Por el contrario, son sus rasgos natales. Sin carácter no hay individuo y el individuo es, a fin de cuentas, la acumulación irreversible de sus gestos naturales, de sus inocultables pasiones. Es muy evidente una y otra vez en los poemas de El deseo postergado el papel destinal que han jugado dichas pasiones personales. El poeta no oculta nunca esas pasiones (por el contrario, pareciera querer consumirlas hasta el vaciamiento). Deja arder por lo mismo con soltura esa máscara en fuego que incendia las palabras: “Una palabra puede/ Sin orillas marcar el destino de un hombre/
Envolverlo en su nata para siempre perdido/ Llevarlo a cuestas por sendas innombrables/ Y sacarle a sus huesos el jugo de la vida.”
Las palabras, pues, son pasiones también y por lo tanto son armas de doble filo. Pueden herir lo mismo que curar. Nada más trágico que hallarlas degradadas: “Te decidiste en otro tiempo/ Por decir la verdad/ Dijiste la verdad/ Pero no te curaste/ De escuchar la mentira.”
De ese carácter entonces que no había aprendido a mentir y que por ello no razonaba el poderío del engaño, de esa pureza, digamos, que era demasiado vulnerable a los embustes, surge una decepción creciente que devendrá en armadura para sostenerse ante la hostilidad del mundo: “Nadie te dijo nunca/ No no es posible/ Nadie impidió tu sombra// Por eso en tu amargura/ no comprendes la hostilidad del mundo/ El revés de fortuna que labra tu miseria.”
Un elemento que no debe pasar inadvertido es la estructura argumental de este poderoso libro. Los títulos de las diferentes secciones nos remiten a un juicio, un procedimiento jurídico y hasta burocráctico, kafkiano: Querella, Dictamen, Edicto, Autos, Laudo; en el que hay, además, dos partes en pugna: un Canto y un Contracanto; así como una inicial y enigmática Lápida. Acaso esto confirma la cualidad agónica –de agon: lucha– de esta obra.
Así, desde el Diván de Mouraria hasta El deseo postergado, la sombra creciente es el desamor, la traición y su permanente penumbra, su cicatriz: la desconfianza. Una coraza es por tanto imprescindible para ese entorno de engaño, pero también una saudade, esa irreparable nostalgia que se adueña del alma y parece provenir, como en los poetas portugueses, del fondo del tiempo y de la condición humana.
No celebro el dolor en este poderoso libro, sino la desnudez de ese dolor. No creo en el que llora, sino en el que se prende fuego. Creo en el grito, el que lleva dentro un antiguo, insoportable silencio.
No hay obra sin herida, decíamos. Hemos visto cómo se cumple una vez más esta álgebra legítima entre el dolor y la plenitud. No hay obra sin herida, y vale la pena preguntar si la identidad de semejante poiesis es sólo el resultado de una agonía, o se trata también de una lucha recóndita y personal, el arduo hallazgo de una vocación que entraña no temerle al fuego. Un fuego que devora pero transfigura, un fuego que no pocas veces destruye cuando funda.
En La jornada semanal, domingo 3 de agosto de 2008.

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V Festival Internacional Poesía Granada 2009