Álvaro Solís es un poeta por naturaleza, es decir, ha nacido poeta; y aunque a la pregunta ¿un poeta nace o se hace?, ya don Augusto Monterroso ha respondido que él nunca conoció a alguno que no hubiera nacido, nosotros afirmamos que el poeta Álvaro Solís ha nacido como uno de ellos. ¿Qué quiere decir todo esto? Que Álvaro Solís reúne en humanidad, palabras y actos, lo que los antiguos han llamado el estro poético. Su expresión artística, digo yo, no es un asunto de progresión o avance en el práctica de ciertos ejercicios retóricos, o el menor o mayor conocimiento acerca del arte poética, sino más propiamente se trata de una complexión espiritual, una tesitura del alma que es capaz de alcanzar las notas más elevadas del sentimiento humano. Si el verdadero poeta nace ¿es necesaria, pues, la educación poética? Sí, desde luego, pero no solamente ésta compone el sumum de su grado eminente, en Álvaro sabemos que la arquitectura le ha dado la noción de equilibrio, la perfección técnica que debe alcanzar una edificación concreta y real, tan real como la de un edificio verbal, como lo es el poema; y que más allá la filosofía le ha permitido crecer en profundidad reconociendo, como quería el Estagirita, las causas primeras de las cosas y los últimos efectos de los actos. Me refiero a aquello que muchas ocasiones en la historia de la poesía ha quedado registrado, pienso en Hesíodo labrando la tierra, sobrecogido por una ansiedad desconocida, que después ha sido llamada inspiración; en Cadmo sobreponiéndose a su timidez para cantar en anglosajón su recordado himno, en Christopher Smart explicando la infinita grandeza de Dios en los ojos encendidos de su gato Jeoffry, en José Alfredo Jiménez que sin saberlo reproduce fielmente el sonido del decasílabo heroico del Himno Nacional Mexicano de Francisco González Bocanegra en esa canción popular “Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismo errores…”. Las musas, como sabemos por la mitología, son hijas de Zeus, cuya arma es el rayo, lo inesperado; su madre es la diosa Mnemósine, la memoria; necesitamos pues, para construir un alma eminentemente poética estos dos elementos: el rayo que como la inspiración es lo inesperado y la memoria que nos ayuda a fijar los acontecimientos tal cual ocurrieron a nuestros ojos. Con estos dones fue construida el alma de nuestro querido poeta tabasqueño, nació ya con ellos y lo único que ha hecho en estos años es refinar estas habilidades en el gusto predominante de la época, con una caja toráxica que remite a su pasado de cantante de ópera, ha producido un verso de largo aliento que hace temblar a delicadas muchachas en flor y bufar a viejos poetas de luengas barbas anquilosadas; los referentes inmediatos son, desde luego, el malogrado poeta Becerra, que alcanzó en su única publicación “Relación de los hechos”, la más perfecta combinación de sonoridades y emoción. No es Solís un poeta de luminosos destellos como Pellicer, ni un asertivo decantador de nimiedades teológicas como Gorostiza, debe entonces a Becerra todas aquellas lecciones que Octavio Paz trató de desterrar posteriormente en “Cómo retrasar la aparición de las hormigas”. “Solisón” al igual que un “pequeño César” recorre la “isla de los hombres solos” en la novela de José León Sánchez, con la noción de que no ha estirado el brazo suficientemente para realizar el gesto que significa decir adiós, recorre su isla, como en aquél la recorría el otoño y en esa palabra nos detendremos para hablar de otro de los grandes misterios de la poesía: La insularidad. Todo poeta se reconoce en su decir, sabe que el decir poético aborda lo que no puede nombrarse, que ahí reside su mérito, que al igual que la catacresis, como nos lo hizo ver don Alfonso Reyes, el ejercicio de la poesía se cumple al nombrar lo que no tiene nombre; será entonces el lenguaje de la poesía una isla que rodeada por el misterio trata de alcanzar el significado de las cosas, no es en vano que nuestro poeta haya elegido como atmósfera central de su primer poema la Isla de San Lucas en Costa Rica, que la sección central de su libro recuerde el verso de Gorostiza que nos hace saber que los hombres somos islas sitiadas en nuestra propia piel y que finalmente, el último verso del libro diga: “Toda ciudad es una isla desierta”. Creo que este es el tema de “Solisón”, la imposibilidad espiritual y física de sentirnos parte del continente de la multitud, reconocernos como una excepción en un océano de excepciones, visitar en los otros los archipiélagos del alma humana. La poesía mexicana en los años recientes ha sido permeada por un falseamiento de la afectividad, se busca de muchas maneras producir una elisión de las emociones, una elipsis afectiva que sustrae el elemento patético como si fuera una demostración de flaqueza estilística; contraria a nuestra tradición reciente, esa poética resume el gusto por la dificultad expresiva y por el uso de repeticiones en el plano de la isotopía del significante. Desde “Yo también soy un fantasma” y ahora con “Solisón”, Álvaro Solís ha sido llamado a renovar el insulso sonsonete en que se ha empantanado el español mexicano actual a través de su poesía aparentemente más moderna, ha venido a la tradición poética mexicana a recordarnos que es al hombre a quien le habla el poeta para compartir con él la maravilla de lo incomunicable.
Mario Bojórquez
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