Tuesday, February 09, 2010

De antologías y voces vivas en Laberinto de Milenio


Una antología de poetas es un pasado en claro, un ajuste de cuentas, un filtro que habrá de mostrar lo que queda del todo. Antologar es juzgar, y también jugar un poco al gato y al ratón.


No hay antología que no tenga como respuesta el repudio o el silencio. En la medida en que una antología no es un contenedor, sino un escaparate, empañado o límpido, su contenido mantendrá, como sucede con los premios literarios, felices o complacientes a algunos e inconformes a otros.
Así como no hay crimen perfecto, tampoco hay compilación que se ajuste a una perfección a prueba de adjetivos. El verbo antologar significa entonces incluir, depurar, ofrecer una ofrenda de significados, un caudal de significantes, por lo tanto, es también un festín de despojados.
En 1931, Alfonso Reyes hace, desde Brasil, un repaso de la poesía mexicana. Ubica dos tendencias opuestas: Contemporáneos, cuyos integrantes se mantienen fieles a un predominio literario, y los poetas que se agrupaban en torno a la revista Crisol, entre quienes dominaba el pensamiento político. Lo literario y lo social se arrojaban, desde sus respectivas trincheras, dardos con veneno.
A través de su Correo Literario, Reyes se mantenía ecuánime: “Entre uno y otro grupo, la última ola del modernismo: manifestación en que se aprecia, mejor todavía que en los creadores del género, cómo el modernismo es un caballo de alivio para el mismo jinete romántico de otro tiempo”.
Que lo diga Zaid: queda la impresión de que en toda antología hay un dejo de caducidad. El cuadro de una época, siguiendo al autor de Ómnibus de poesía mexicana, se convierte pronto en una ventana cuyo paisaje, veloz y perecedero, cambia de manera vertiginosa.
Por su parte, Jorge Cuesta, responsable de la no menos polémica y ya legendaria Antología de la poesía mexicana moderna, habla de dos aspectos, a mi parecer, difíciles de conjugar: el carácter colectivo de una obra antológica y la tolerancia.
Poética del decoro
Compilada por Mario Bojórquez, Alí Calderón, Jorge Mendoza Romero y Álvaro Solís, salió a la luz a finales de 2009 El oro ensortijado, poesía viva de México, bajo el auspicio de la Secretaría de Cultura de Puebla, el Círculo de Poesía, la Universidad de El Paso, Texas, Ediciones Eón y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, Perú.
La obra tiene varios propósitos, a decir de sus hacedores, uno de ellos es el de “recoger flores”, dice Mario Bojórquez. Aclarando en principio que se trata de una antología de poemas y no de poetas y que los lenguajes utilizados van del predominio de los sentimientos, “el trabajo del significante, neobarroco, imágenes de la naturaleza, humor/ironía, automatismo y slang citadino”.
Al final del prólogo, escrito a varias manos, Jorge Mendoza enfatiza que “interesará la poesía que haya roto las sujeciones temporales, las coyunturas, la que nunca agote el efecto poético: generar nuevos significados, nuevas lecturas, nuevas interpretaciones”.
Una novedad vislumbra el libro en cuestión, en el que uno de los criterios de selección, aclara Alí Calderón, es el del gusto o goce de leer poesía, la inclusión del significado del nombre y el apellido de los autores.
Por último, los compiladores se acogen a la “poética del decoro”, a la que ya se habían revirado Alí Chumacero y José Emilio Pacheco en Poesía en movimiento.
Como toda antología, El oro ensortijado se plantea un canon: los que están son los remarcables de un ahora que nace en el siglo XX y continúa hoy; los elegidos son los “básicos” para la integración de “un nexo con la tradición”.
Como en todo trabajo antológico, los no invitados llaman la atención. Es decir, aquéllos que no fueron del gusto de los compiladores, los no remarcables, los ¿no básicos?
Por tratarse de una antología viva, supongo no están Efraín Huerta, ni Jaime Sabines, ni Enriqueta Ochoa. Entendible.
Lo que no es tan entendible, tratándose de una obra que toma como modelo, en cierta forma, Poesía en movimiento, es la ausencia de nombres que representa un enlace con la tradición de la que aquí se habla. Todos con obra representativa, ¿o no?
De los nacidos en los 40: Antonio del Toro, Elsa Cross, Ricardo Yáñez, David Huerta. De antes: Sergio Mondragón. De los 50: Alberto Blanco, Fabio Morábito, Silvia Tomasa Rivera, Jorge Valdéz-Díaz Vélez, Juan Domingo Argüelles, Víctor Manuel Cárdenas, Javier Sicilia, Luis Miguel Aguilar. De los 60: Ernesto Lumbreras. De los 70 y 80: Hernán Bravo Varela, Luis Jorge Boone, María Cruz, Óscar David López. Habría sido interesante atender estos registros y que el lector digiriera o se indigestara de acuerdo a los alcances de su gusto.
Como en toda antología, los compiladores saben a quién llaman y a quién no. Hay poetas que son llamados por casi todos. Otros por nadie. Pero de que vale la pena apostar por lo que se considera el eslabón de la tradición, no me cabe la menor duda; en este sentido El oro ensortijado es una apuesta. Ya vendrán otras.


Margarito Cuéllar • magocuellar@hotmail.com

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