Sunday, November 23, 2008
La Poesía y su Lector
Bojorquez, Bartolomé y Fernández Granados, en la Casa del escritor de Puebla
Y la poesía desbordó el espacio...
Gustavo Osorio de Ita
Puebla, Puebla. a 22 de Noviembre de 2008
Se ha corrido la voz.
Todo el que gusta de la poesía en esta ciudad, o incluso aquellos vinculados de alguna manera remota con la literatura, se dan cita esta tarde de Miércoles cualquiera para escuchar tres voces que guían la poesía mexicana.
En la mesa toman asiento los tres gigantes: Jorge Fernández Granados, Efraín Bartolomé, Mario Bojórquez. Los tres parecieran saber que vienen a impactar; que vienen a hablar desde y de lo profundo.
Inicia Bojórquez, Premio Aguascalientes 2007, con El deseo postergado. La voz de Bojórquez – áspera – lima el alma y de la ralladura va moldeando poemas que hablan en un tono ni orgulloso ni humilde, sino profetizante. Bojórquez quita como un mago la tela de lo cotidiano para encontrar la lumbre en otro tiempo encendida. Se nota nostálgico cuando mira a los ojos y pronuncia silaba a silaba, verso a verso, el “nadie te dijo nunca que no es posible”. El poeta canta la canción del que levanta vuelo, y así empezamos a despegarnos del suelo entre el silencio frío de esta tarde de miércoles, cientos de personas levitando bajo el verso de Bojórquez, sintiendo cada línea directa cuando señala al público con la mano firme. Entonces, puliendo sus poemas a cada verso, se deja llevar por una emoción indescriptible pero contagiosa; se sienten los versos de Bojórquez profundo en las entrañas porque son verdaderos. Así todos los que “somos lo que no queríamos”, todos los que nos preguntamos por qué “no volverán las horas”, todos los que escuchamos la sentencia: “no volverás sobre tus pasos”, absolutamente todos los que hemos postergado un deseo infinitamente, nos inflamamos – contagiados – del valor de la poesía valiente de este gigante y vemos la vida en otro tiempo pasar.
Modera Álvaro Solís la mesa. Observa atinadamente que la poesía se siente, aunque está demás decirlo: todos aquí sentimos la poesía rondar entre los muros de la Casa del Escritor.
Jorge Fernández Granados, galardonado con el Premio Aguascalientes por Los hábitos de las cenizas, fija la vista en su interior y recita poesía del alma. Una exacta correspondencia entre forma y contenido, la sensación de precisión del verso, la emotividad como fin último de la poesía: es una mezcla precisa en la poesía de Fernández Granados.
El poeta agradece al público por “…estar con algo de frío buscando las palabras”. Pero es él quien ha encontrado las palabras justas para despejar el frío; entonces el público agradece al poeta por incendiar el alma.
Fernández Granados habla sobre la soledad, sobre nuestra “incompetencia para la eternidad”, la intrascendencia del hombre en la tierra, el “no tenemos tiempo”, el estar solos y darnos cuenta, pero la imposibilidad de comunicarlo, precisamente porque estamos solos. El hombre condenado a la soledad: “Nadie va a salvarnos / nadie va a saber que lo sabemos”, pero redimido por la poesía (fin último para hablar con el otro y consigo mismo).
Granados vertebra su voz y habla de las “viejas palabras / inflamable animal de las palabras”, entonces el público se adentra en las imágenes de soles incendiando los ojos y todos viajamos al diálogo de Fernández Granados consigo mismo. Todos se reconocen afortunados de ser participes de un acto poético de esta envergadura.
Así el poeta viaja hacia su interior, y habla también sobre “Los viajeros”. En estos nace la magia de la coincidencia, la lejanía del mundo al otro lado no es nada contra los poderes de esta secreta magia. “Los viajeros”, como el poeta mismo, nos muestra el “lugar al que volvemos creyendo que nos vamos”; es la poesía aquel lugar y por lo menos hoy, nadie quiere partir.
Seis de la tarde. La temperatura baja con la noche. Se alumbra la Casa del Escritor con las tres personalidades. La gente sigue entrando a pesar de que ya no hay lugares; bien vale esperar parado para contemplar a esta poesía viva y flagrante.
Efraín Bartolomé, Premio Aguascalientes 1984, se levanta de su silla para arder: “Soy poeta y mi oficio es arder”. Su figura levantada, haciendo honor a la poesía misma, abruma en silencio al público entero: es un poeta, una veta de oro en el pecho de su generación; es enorme y está en llamas.
Invoca, en la lengua de sus abuelos, a un pasado mítico para solventar las dudas del advenedizo futuro.
Recuerda la infancia selvática del pueblo de su padre, y a su padre leyendo la revista Siempre!, y Siempre! la memoria que regresa cuando el poeta se reconoce en las páginas de la misma revista y lamenta al padre muerto. El público contempla. El poeta lamenta la muerte del padre pues nunca verá esas páginas.
Galopa sobre la “Vienta”, “yegua enloquecida de la noche”, y ausculta los lugares a dónde lo ha llevado el violento galopar para catar que sin miramientos bien “volvería a entrar por la misma puerta”. Cueste lo que cueste somos lo que somos.
Ama. Él el cielo y ella la tierra, el fecundador y ella la naturaleza que da frutos, él y ella entreverados en el lecho de la cama como “universo que los contiene” y luego confundidos haciéndose tierra y cielo a la vez. La poesía de Efraín Bartolomé ahonda en el cosmos de aquellos que explotan. El público atento contempla la creación del universo.
Nadie. Nadie sale ni se mueve. Todos quieren más. Es un público sediento de poesía. Una ronda más.
Bojórquez poetiza, señala, se agranda tras el micrófono y canta alegremente sobre su sangre que viaja desde tiempo atrás en sus anchas venas de poeta. Toca a la envidia, deseando ser la sombra del otro, y explica su necesidad para llenarnos las horas de la vida. Habla del odio, de la “partícula de odio” que vive en todos e impulsa la existencia, el odio del mar infinito, el odio que empieza a ocuparlo todo, el odio de lo que reclamamos al mundo (hoy reclamamos que esta noche no sea infinita como un pretzel); y entonces, tensionando los músculos de la cara, el rictus serio y la sangre violenta por todo el cuerpo viajando, Mario Bojórquez corta la tormenta de un tajo: “Una ola de sangre oxigenada nos devuelve la calma”.
Fernández Granados, en un incendio de inspiración, habla de “los agonistas”, habla de los jóvenes y su infinita posibilidad, el arriesgue de su identidad, de aquellos que “arrastran el peligro y el privilegio de su juventud”; habla del arrepentimiento de los demás, de aquellos muertos, sometidos o cansados. Es una disertación impresionante sobre la vida – el vivir ahora – el jugarse el todo por el todo para hacernos fuertes o espectrales. Fernández Granados da lecciones de vida, profundas desde la experiencia, que se nos van quedando tatuadas en el cuerpo.
Bartolomé cierra la velada y “vibra, está cantando”. E invita a cantar con él para ahondar en la noche y en el corazón. Lo seguimos. Todos repetimos su canto, temblando de frío, entre dientes y nos calentamos.
Bartolomé abre esta fría “noche en dos”: un ayer y un hoy, pues la poesía, para aquellos dichosos de haber contemplado este espectáculo de gigantes, nunca será la misma después de esta noche.
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