Wednesday, September 24, 2008

Sobre El deseo Postergado, Mijail Lamas


Tres poetas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX han desentrañado los estados más perturbadores del alma. Me refiero a Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde. Desde la perspectiva siempre atenta del sentimiento, estos poetas han eludido la contención de las pasiones, aligerando el dramatismo excesivo muchas de las veces mediante el sarcasmo, la ironía y hasta el humor un tanto agridulce.
La propuesta de estos poetas rescribe y traslada lo clásico. Mezcla de carmen latino y canción ranchera, esta poesía de lo desbordado y lo dicotómico del amor que implica el desencanto, se ve atemperada por el humor, la jactancia y la misoginia, esta última como rasgo cultural idiosincrático del montaje literario desde los griegos.
Los tres han creado una obra poderosa y vital, que para algunos podría parecer tremendista en lo contundente de su embate estético, como en la violenta construcción de imágenes. Es de destacar en ellos la pulida construcción de sus versos, resultado de una exploración formal que ha actualizado estos temas y enriquecido nuestra tradición.
Abundando sobre los temas de estos tres poetas, encontramos el amor (sobre todo Chumacero) y su avatares, una sagaz crítica a la militancia política (Lizalde) y una valiente reelaboración de la poesía social (Bonifaz Nuño) a partir de la experiencia particular que da cuenta de lo colectivo, demostrando que el dolor, la miseria y la ira, son más contundentes cuando tienen un rostro que se puede distinguir entre la multitud.
En esta visión de la poesía se inscribe El deseo postergado, libro de Mario Bójorquez (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2007).
Como dice el poema “Cantado para nadie” de Francisco Cervantes, pareciera que a Mario Bojórquez “La ira, el improperio, /los bajos sentimientos…” le dieron este canto.
La génesis temática de El deseo… se puede rastrear desde el Diván de Mouraria (1999), libro en el cual se exploran sentimientos como la envidia, el odio, la soberbia, tratados de manera más bien expositiva y tomando una distancia prudente entre el sentimiento y la voz lírica: “cada golpe una angustia, un odio, una indolencia/ y el deseo postergado, vivo fuego en las manos/ se escurrió como el agua.”
En cambio, en este libro, la voz lírica se instaura en el escenario de la imposibilidad de saciarse, en el recuento de cada una de las infamias. Su ejecución se desarrolla de principio a fin en una cabalgata melódica sustentada en el heptasílabo, el eneasílabo y el endecasílabo, los más prestigiadas elaboraciones métricas del castellano, de tal modo que la voz se afirma en esa cabalgata melódica de principio a fin que revelan esa cuidada construcción técnica observada en los poemas de Bojórquez de sus libros anteriores Pájaros sueltos (1990) y Contradanza de Pie y de Barro (1996).
Una “Lápida” es el portal de este volumen, pero aquí la lápida no es piedra inerte, esa inscripción es epitafio de tajante desaliento que perdurará inalterable en sus certeras palabras.
“Quede aquí por lo pronto/ El canto de alguien que no supo/ Vivir como deseaba”
Deudor también del siglo de oro español, sobre todo desde el ámbito de su profunda raíz moral, este libro le debe mucho a fray Luis de León, san Juan de la Cruz y en especial al poeta Andrés Fernández de Andrada. De tal modo que se erige como una epístola moral para sí mismo, escarnio en carne propia, proceso judicial donde el indiciado, el juez y la defensa son el poeta mismo, que no atina a encontrar su casa sosegada.
La falsa segunda persona despliega con mayor fuerza la imagen de ese paisaje desolado que es el alma humana: “Hablo contigo como si fuera yo el que escucha/ Y nada ya de mí nos pudiera explicar/ Qué hacemos al cruzar los brazos abatidos/ Ante la triste sombra de lo que nos callamos”. Canta como si no fuera él sino otro el que “surcó esos aires”.
Cada uno de los apartados sería la declaración que brinda el acusado, ya del modo en que la vida ha mellado sus fuerzas, o de cómo la derrota todo lo circunscribe a un pasar la vida siendo ante todos una sombra impertinente. La desacralización de la memoria, de la infancia que marca todo destino, es un trámite necesario para entender la infamia que se yergue ante cada uno, la infamia de quien no fue preparado para ella. Así, una lamentación como la que se despliega en el séptimo apartado (“Laudo”) remata este sentimiento de imposibilidad de no poder volver a ser lo que se era: “Así como el día pasado ya no vuelve/ No volverás sobre tus propios pasos/A recorrer la senda abierta para ti/En el jardín que guarda tu memoria.”
Es pertinente mencionar que las cantigas en galaico-portugués que se encuentran al inicio de cada apartado son un homenaje, a la vez que un diálogo con Francisco Cervantes, lo cual es tan interesante como extraño, ya que el autor de “La obra soñada” es un poeta muy poco citado por los autores contemporáneos de nuestra poesía.
Este pues es el canto de un exiliado de la juventud, de esa juventud de promesas que creemos invulnerables, y sin embargo, se ven caer raudas por el suelo mojado de un “amargo licor de almendras amarillas”. El canto de quien sabe que al final no hay otra redención que la poesía, único medio para salvarse del olvido.

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